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El arte del agnolotti del plin en Barolo

En el corazón de la Roma se encuentra Barolo, un lugar para quienes disfrutan las sobremesas largas, el pan tibio, el vino bien elegido y los sabores que se quedan grabados. El espacio (un salón íntimo, con madera clara, una barra de cristal donde se preparan pastas frescas a la vista, y una cava que parece susurrar historias) funciona como refugio sensorial para los amantes del buen comer. Cada platillo que llega a la mesa es el resultado de una coreografía precisa entre técnica, producto y sensibilidad.

Y si hay uno que condensa el espíritu de este restaurante, es el agnolotti del plin con ragú de short rib, mantequilla avellanada y parmigiano reggiano de 24 meses.

Este platillo parte de una tradición antigua; los agnolotti del plin son originarios de las colinas de Langhe, donde la pasta es un ritual familiar. En Barolo, el chef Rafael Prado honra esa historia, pero también la transforma. En lugar del relleno clásico, opta por un ragú de short rib cocinado lentamente hasta alcanzar una ternura melosa. Es un relleno que abraza, que recuerda al fondo de una olla que ha estado al fuego todo el día.

La pasta se elabora fresca, cada mañana, con yemas vibrantes y harina refinada. Se corta, se rellena y se cierra con el característico pellizco, el “plin”, que le da nombre. Ya en el sartén, los agnolotti se bañan en mantequilla avellanada dorada, con ese perfume a nuez y pan tostado que acaricia el paladar. Luego, se espolvorea una capa generosa de parmigiano reggiano de 24 meses, cuyo envejecimiento le otorga notas profundas, salinas, que cierran el bocado con elegancia.

El resultado es un platillo que está cargado de técnica, intención y memoria. Aquí no hay florituras innecesarias. Lo que se sirve es puro sabor, perfectamente equilibrado, pensado para acompañar una copa de vino y una buena conversación.

La fuerza de Barolo está en la honestidad de sus platos, en la manera en que logra que una preparación de raíces italianas se sienta también parte del paisaje culinario mexicano. En esa alquimia entre tradición y reinterpretación, el restaurante ha encontrado su propia voz en una que habla con acento europeo, pero con corazón capitalino.

Y así, entre luces cálidas, copas que se llenan y pastas que llegan humeantes, Barolo se ha ganado un lugar entre los favoritos de quienes saben que un buen restaurante no es aquel que grita, sino el que susurra al oído los sabores que uno no sabía que extrañaba.

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